El fútbol no necesita explicación: se vive, se respira, se lleva en la piel. Está en los pies descalzos de un niño que sueña, en las voces que rugen desde una tribuna, en los abrazos que celebra un gol que une a desconocidos.
No se trata solo de ganar o perder. Se trata de lo que nos deja cada partido: las amistades forjadas, las enseñanzas de cada caída, las emociones que no se olvidan. Es una escuela sin pupitres, un lenguaje sin fronteras, un ritual que se transmite como herencia.
El fútbol refleja la vida: a veces brillante, a veces dura, pero siempre intensa. Te enseña a levantarte, a trabajar en equipo, a luchar por algo que amas. Y no hace falta un estadio para sentirlo: basta una pelota y ganas de jugar.
Si lo vibrás, lo entendés. Si lo amás, ya sos parte de él.
Porque mientras haya una cancha —real o imaginaria— y corazones dispuestos a latir al ritmo del balón, el fútbol seguirá siendo eterno.